ELENA GARRIDO

Podía decirse que es actriz, presentadora, poeta, rapsoda, mimo, acompañante.
Se llama Elena y pone voz y pulsiones a Nuestras Pulsiones que también son la de ella.
Podía decirse que es soñadora, directora de teatro, saltimbanqui, titiritera.
Se llama Elena y está con nosotros.
Sin ella La Casa de Zitas sería más triste.

MAQUINARIA HUMEDECIDA














MAQUINARIA HUMEDECIDA

El tranvia se llena de chicas
a las cinco cuarentaycinco
chicas que salen del colegio
con faldas de cuadros y medias verdes

A esa hora, esta atardeciendo
el maquinista apaga las luces
todo el mundo enmudece
las chicas miran sus móviles
hablan de redes sociales

La gente es ajena – o quizá nunca-
han mirado por la cerradura
las colegialas se mueven y se tocan el pelo
rien torciendo la boca, comen pipas.


Poco importa lo que pensemos
ellas se sostienen sobre altas y delgadas piernas
y contestan sus sms desafiantes
aquel recinto se convierte en el tunel del erotismo
y las máquinas expendedoras se humedecen
dejando de funcionar

La primera huelga electrónica

Una de ellas abre su mochila
y saca su merienda
el resto la miran envidiosas
Algunas se retocaran los labios

Quizá no sea mala idea
quedarse a vivir en el tranvia
-pero sin obras-

Acotado




Son las once horas, doce minutos y trece segundos. Tengo cuatro euros, veintisiete céntimos y una tarjeta en números rojos. Es el enésimo currículo que entrego esta mañana, recibo el mismo gesto adusto de la señorita que lo acoge momentáneamente.
Limpio el sudor que se empecina en correr por mi torso, por marcar mis axilas y el cuello de esta camisa desencajada. Un sudor recalcitrante, que avisa “es un hombre maldito, esquívalo”.
Me esperan tres hijos, una mujer y los abuelos en una casa semivacía. Muchos ojos hundidos, esperando… ¿Qué?
-No puedo, me falta valor –te repito.
-Es un instante y acabas con todo –cautiva el susurro.
La inhóspita calle sostiene nuestros pies. Los suyos firmes con una determinación clara, tapizados de ocasos; como compañía los restos de mi imagen borrándose entre brumas de impotencia.
Pese a todo tengo el convencimiento de que sólo me separan unas minucias de este destino. Algo más adelante se halla el árbol, el lugar donde me cité con el acomodo.
-No tengas dudas, he recibido tu mensaje –insiste.
Avanzo temeroso. -¿Has traído la soga? –le pregunto.
Esta vez es mi propia voz la que me responde –Como no. Estamos juntos en esto. No olvides que vine para ayudarte.

Esther Andaluz